Columna publicada en La Tercera
El fin de semana pasado estuvo de cumpleaños el NHS, el sistema de salud británico. Creado hace 72 años bajo el gobierno laborista de Clement Attlee, tuvo su nacimiento en plena posguerra en un país empobrecido y en duelo. La premisa era y sigue siendo simple: atención de salud de calidad, absolutamente gratuita al punto de servicio. Es decir, no se requieren transacciones de dinero para recibir atención (salvo contadas excepciones, como la salud dental) y opera bajo criterios de eficiencia colectiva.
El sistema está lleno de problemas -está constantemente sufriendo por falta de financiamiento, hay desigualdad de recursos entre una región u otra-, pero es uno de los mejores servicios de salud pública del mundo en el que confluyen todos los estamentos de la sociedad. Es un sistema colectivo para hacer frente a problemas que usualmente creemos que son individuales (pero no lo son).
La fecha me hizo recordar que en Chile estamos acostumbrados a las soluciones individuales a problemas colectivos. Es algo inherente a nuestro sistema político y de valores. Algo que muchos llaman neoliberalismo. La lista de ejemplos es larga: en pensiones, la capitalización individual es el punto angular del sistema y cualquier modificación que incorpore solidaridad no es más que una pequeña corrección. A la hora de hablar del endeudamiento de las familias (que ha subido a niveles gigantescos en la pandemia), el decano de Economía de una universidad plantea que se debe a la irresponsabilidad de quienes se endeudan. Si se trata de evitar que la gente salga a trabajar en medio de la cuarentena, la solución es aumentar las penas de cárcel. Podemos seguir por horas porque en casi todas las áreas de política pública nuestro sistema tiende a minimizar, discursivamente, el rol de las estructuras en el comportamiento individual.
La crisis del Coronavirus nos ha demostrado que no basta con soluciones individuales y que el Estado necesita fuerza y recursos para poder sostener a nuestra sociedad. Esto puede parecer obvio, pero es profundamente cuestionado desde ciertas trincheras ideológicas. Por ello, no deja de ser paradójico que el principal asesor presidencial, Cristián Larorulet, plantee en Twitter con orgullo que Chile tiene la mejor red de protección social de América Latina, algo impensable cuando era director de Libertad y Desarrollo.
En salud, por ejemplo, tenemos dos sistemas paralelos: uno donde los ricos se rascan con sus propias uñas (que son bien largas) y otro para el resto, que tiene que hacer mucho con muy poco. Pero nos hacemos los tontos a la hora de asumir que una enfermedad crónica sin tratamiento tiene consecuencias graves en toda una familia y su entorno. Malos hábitos alimenticios, tabaquismo o alcoholismo tienen consecuencias para quienes los padecen, su entorno y la sociedad completa. Y a la hora de una crisis, como las del COVID-19, la existencia de dos sistemas no tiene justificación social. Eso lo entendieron rápidamente las autoridades sanitarias, que tomaron control de las camas y los equipos en el sistema público y privado. Aún con sus fallas, hoy tenemos en operación un solo sistema de salud para hacer frente a la crisis. Me atrevería a decir que cuando hagamos las evaluaciones futuras, esa decisión va a ser de las pocas profundamente acertadas.
En los años que vienen nos toca hablar sobre el futuro. Tenemos un proceso constitucional ad portas donde podremos reescribir cómo nos queremos organizar como sociedad. El cumpleaños del NHS me recordó también que incluso en la cuna del capitalismo queda espacio para un sistema público, en el que todos se tratan como iguales y trabajan colectivamente. Si algo bueno nos puede traer la pandemia, es que dejemos de contar con realidades paralelas para quienes tienen mucho y para el resto. Que nadie se rasque solo, que todos lo hagamos en conjunto a través de una estructura estatal sólida, eficiente y bien alimentada. Si un país en ruinas después de la guerra pudo hacerlo hace 72 años, vale la pena planteárselo para Chile.