Esta columna fue publicada originalmente en La Tercera
Ya que voy a hablar de un tema relacionado al Coronavirus, es importante partir por lo siguiente. No soy experto en epidemiología, transmisión de enfermedades, o salud pública. Pero sí entiendo algo sobre comportamiento político y procesos electorales, y desde ahí me interesa aportar argumentos a favor del aplazamiento del plebiscito del 26 de abril.
La evidencia mundial disponible hasta ahora nos dice que la epidemia del Coronavirus no se detendrá y un porcentaje importante de la población va a contraerla en los próximos meses. Lo que también sabemos es que la mayor tasa de mortalidad está directamente relacionada con el colapso de los servicios de salud, y que por eso las medidas que tomemos para mantener a la gente en sus casas es vital. Es por eso que el gobierno decidió cerrar colegios, fronteras y eventos de más de 200 personas.
En primer lugar, el plebiscito en las actuales condiciones propone un riesgo en términos de salud pública. Cuando todas las recomendaciones de la OMS plantean que la gente debe mantenerse en sus casas, resulta absurdo organizar elecciones donde millones de personas saldrán a las calles y se concentrarán en locales de votación. El ejemplo francés del fin de semana pasado, que muchos ocupan como ejemplo para mantener en pie el plebiscito, es un buen ejemplo de lo contrario: locales vacíos, alta abstención y mensajes dudando de la legitimidad de su resultado.
En segundo lugar, la realización de un plebiscito impone una tarea logística al Servel, al gobierno y a los actores políticos en medio de una emergencia mundial. Además de poner en riesgo a los funcionarios públicos y vocales de mesa, el plebiscito ocupa tiempo en los medios que pudiera ser usado en enseñar y concientizar a la población sobre los riesgos de la epidemia. Por su parte, los actores políticos podrían ocupar ese tiempo y energía en colaborar y fiscalizar la acción del gobierno durante la crisis.
Pero quizás lo más complejo, desde el punto de vista político y no de salud pública, es el manto de dudas que esta epidemia pone sobre la legitimidad del plebiscito. En el actual contexto, sería una verdadera irresponsabilidad que personas mayores de 60 años participen del proceso. No sólo tienen mayor riesgo de sufrir síntomas más fuertes de la enfermedad, sino que también de colapsar los hospitales y centros asistenciales. Lo mismo ocurre con personas inmunodeprimidas, con condiciones críticas o que tengan a su cuidado personas en riesgo. De no posponerse el plebiscito, estamos, en los hechos, negándoles el derecho a voto a ese segmento de la población y de forma absolutamente arbitraria.
De posponerse el plebiscito, es difícil saber a priori cuándo se va a terminar la epidemia, pero políticamente es inviable no determinar la nueva fecha desde ya. Eso por dos motivos: el primero es porque sería un golpe de gracia a la casi inexistente confianza en las instituciones; el segundo es porque la fecha está en la Constitución. Una alternativa razonable, a estas alturas, es mover todo seis meses. Es decir, que el plebiscito ahora coincida con la elección municipal del 25 de octubre y que la eventual elección de convencionales ocurra en marzo/abril de 2021. Esta fecha aliviaría el trabajo de planificación del Servel y permitiría tener un calendario electoral más ordenado.
Mover el plebiscito tiene grandes costos políticos, y es por ello que ningún sector tiene la legitimidad suficiente para hacerlo por si mismo. Al revés, tiene que ser fruto de un acuerdo similar (y ojalá más amplio) que el alcanzado el 15 de noviembre, donde nuestros representantes sean capaces de actuar de forma decidida ante la urgencia. Además, requiere de 2/3 del Congreso para ser aprobado. Algunos dirán que es muy temprano para tomar esta decisión y que es mejor esperar un poco más. Creo que hay momentos en los que es preferible ser tildados de exagerados antes que de irresponsables.