Publicado originalmente en La Tercera
Defender a los partidos políticos chilenos es un mal negocio. Por años hemos tenido evidencia de que son cascarones vacíos comandados por élites difíciles de cambiar, que no tienen capacidad de movilización ni enraizamiento en la sociedad civil. Muchos de ellos operan como coaliciones electorales donde la ideología importa menos que los votos. Por si eso fuera poco, la irrupción de independientes en la Convención Constitucional dejó en evidencia que el problema radica en la incapacidad de los partidos de representar de forma honesta a la ciudadanía, y que ésta, provista de una oferta política distinta, votó por la alternativa.
Pero no nos merecemos estar condenados a la peor versión de la acción política. Si sabemos tanto sobre las falencias de nuestros partidos políticos es, precisamente, por su rareza. Los partidos políticos chilenos son un caso de estudio para las ciencias sociales por lo malos que son, no porque cumplan con los objetivos que se esperan de ellos. El problema no es con la democracia basada en partidos políticos, sino con la versión chilena de la misma.
Hay ejemplos de partidos políticos exitosos, capaces de procesar la democracia e intermediar entre el poder y el pueblo. El Frente Amplio uruguayo, con todos sus vaivenes, muestra cómo una estructura partidaria puede crecer desde las organizaciones sociales. Lo mismo con el laborismo británico, incluso con el MAS en Bolivia. El surgimiento de los partidos verdes en Europa, que lentamente están reemplazando a la socialdemocracia, nos enseñan cómo la organización social en torno a la protección del medioambiente puede convertirse en un proyecto de país con futuro y esperanza. En la derecha, el partido Conservador en el Reino Unido ha procesado el descontento de la ciudadanía que llevó al Brexit, acercando el poder a esos sectores de la población que se sentían rechazados por el sistema.
Los partidos, bien hechos, son vitales para construir proyectos de largo plazo que les entreguen poder a los votantes para castigar y premiar. Que den garantías de representación ideológica, con financiamiento público, democracia interna y transparencia. Por eso mismo, sorprende que los partidos del FA y el PC, movidos por un afán electoral, busquen extender el sistema electoral de la Convención Constitucional a las elecciones parlamentarias.
En primer lugar, muestran que siguen teniendo la misma falencia que ha llevado a los partidos al fracaso. Como plantea Kathya Araujo, están atrapados en una lógica electoral donde sólo buscan la supervivencia a corto plazo. No hay en su proyecto nada que refleje una reflexión sobre cómo construir un país con mejor institucionalidad política, sólo un reconocimiento de cómo los golpeó el resultado del 15 y 16 de mayo. Es más, la propuesta no facilita a independientes a formar proyectos de largo plazo, otorgando financiamiento o requisitos de democracia. Eso los hace vulnerables a la captura y no les otorga herramientas de subsistencia.
En segundo lugar, buscan usurpar esta discusión de la CC. En el afán de no perder votos en su primaria, están dispuestos a ponerle el pie encima a la convención, pauteando lo que se debe discutir sobre el régimen de partidos políticos y las bases del sistema electoral. ¿Qué sentido tiene que los mismos partidos, desprestigiados, en un Congreso deslegitimado y lleno de personas que van a la reelección, sean los que debatan sobre un tema que ya le entregamos a la CC?
Nos merecemos un mejor sistema democrático y, para ello, elegimos una Convención Constitucional. No dejemos que los intereses electorales de corto plazo enturbien la discusión.