Columna publicada en La Tercera
Se suele decir que el racismo es un problema estructural o, como plantea Reni Eddo-Lodge, la combinación de prejuicio con poder. Abundan los análisis sobre las protestas en los EE.UU. enfatizando sus orígenes inmediatos o sus consecuencias a la elección de noviembre, pero no mucho se menciona sobre cómo, por 400 años, ese país se ha construido sobre –y gracias a– estructuras racistas.
En agosto de 1619, en Point Comfort, Virginia, llegó el primer barco de esclavos africanos a las costas de la entonces colonia inglesa. Como muestra Nikole Hannah-Jones en su serie de periodismo investigativo 1619, el funcionamiento de las 13 colonias iniciales de los Estados Unidos es institucionalmente racista, explotando a la esclavitud como base del sistema económico y de vida.
Asimismo, el periodista Ta-Nehisi Coates plantea en una emotiva carta pública a su hijo, que desde la declaración de independencia (1776) hasta el fin de la Guerra Civil (1865), los conceptos de democracia, libertad o igualdad ante la ley que hacían enorgullecer a los Padres Fundadores no incluían a la población negra. Si bien algunos como Sam Adams planteaban desde el inicio la abolición de la esclavitud y que otros, como Lincoln, lo consideraban algo suficientemente importante como para ir a la guerra, lo cierto es que esos primeros 250 años de vida de los EE.UU. no se entienden sin el rol clave que tuvo la esclavitud.
En el libro The New Jim Crow_, _la jurista Michelle Alexander nos trae a pensar esa misma estructura racista, pero en los tiempos actuales. Así, Alexander propone que el sistema carcelario norteamericano no es más que una nueva etapa en el sistema de castas raciales que conforma a esta sociedad. Ella formula que cada mejora de condiciones de la población negra en los Estados Unidos va acompañada de una reacción de los sectores supremacistas blancos, que muchas veces reemplaza a las instituciones racistas fenecidas por otras que operan dentro del marco de lo legal. Así, la esclavitud fue reemplazada por la segregación racial. Y después de las protestas de 1968 y el movimiento de derechos civiles, la segregación fue reemplazada por la violencia policial y el encarcelamiento masivo. Hoy, los Estados Unidos ostentan dos tristes récords: el del mayor número de personas en la cárcel (incluso más que China); y el de la mayor tasa de personas encarceladas (655 por cada 100.000 habitantes, a larga distancia del segundo en la tabla, El Salvador). La situación es más trágica cuando se mira en términos de raza. Mientras la tasa de encarcelamiento es de 450 por cada 100.000 personas blancas, ésta sube a 2.300 por cada 100.000 personas negras.
El uso de la cárcel y de mecanismos punitivos para controlar o segregar de forma racial no es algo anecdótico. Daniel Kato, en su libro Liberalizing Lynching, estudió cómo fue posible que durante más de 70 años (desde 1890 hasta 1968), más de 1.200 personas negras murieran a manos de supremacistas blancos en ejecuciones públicas sin ninguna protección legal. Kato explica que mientras los estados hicieron vista gorda a lo que estaba ocurriendo en su territorio, el gobierno federal construyó salvaguardas jurídicas para evitar inmiscuirse en la persecución penal de los autores de los linchamientos. Kato concluye que esto es una señal de que los EE.UU. se han constituido como un Estado racializado, que es la continuación natural del Estado que aprovechaba la esclavitud hasta la Guerra Civil.
En estos días, ese Estado racializado se ha convertido, en palabras de Seth Morris, en un Estado encarcelador. El abogado, que estuvo involucrado en la defensa de Rodney King, cuya brutal golpiza dio inicio a las protestas de Los Angeles en 1991, comenta que después de casi 30 años del incidente, hoy es aún más difícil que las víctimas de violencia policial obtengan justicia: el Estado encarcelador ha institucionalizado la violencia y abusos policiales contra la población negra al punto que este tipo de situaciones no recibe mayor atención por el sistema penal.
Así, cuando empezaron las protestas por el brutal asesinato de George Floyd por parte de policías en Minneapolis, muchos miraron al presidente norteamericano para revisar su reacción. Más allá de algunas palabras de crítica al asesinato, Trump ha ocupado la mayor parte del tiempo amenazando a quienes protestan (incluso con disparos), a los gobernadores de los estados donde ocurren las protestas (llamándolos a “dominar” a quienes están en las calles) y exigiendo la acción de las Fuerzas Armadas en suelo norteamericano, contra ciudadanos y ciudadanas norteamericanas. En el fondo, en vez de cuestionar la estructura racista que sustenta el Estado a su cargo, ocupa la fuerza para tratar de defenderlo. Aunque en la pasada erosione el sistema democrático.
Es por esto mismo que el análisis de las protestas y el racismo no puede hacerse sólo desde lo anecdótico o electoral y comprende revisar, y cuestionarse, las estructuras que lo sostienen. Si empezamos a hacerlo, quizás veamos cosas que preferiríamos no enfrentar.