Publicado originalmente en La Tercera
La historia de nuestra transición democrática está marcada por la pregunta constitucional. No es, cómo le gustaría plantear a algunos, un tema reciente o que fue puesto en el tablero por la violencia que se desató con el levantamiento de octubre de 2019. Si quisiéramos hacer una línea de tiempo, nos podríamos detener en las primeras reformas de 1989, en los constantes intentos por eliminar bastiones antidemocráticos, en la gran reforma de Lagos el 2005, entre otros hitos. Desde su inicio, el texto de 1980 fue objeto de controversias, dudas y cuestionamientos a su legitimidad.
Ahora, es importante recalcar este punto para analizar la importancia del plebiscito de dos semanas más. Por una parte, el proceso constituyente no es el “triunfo de la violencia” pero tampoco es simplemente el “triunfo de la calle”.
Partamos por la violencia y remarquemos que la discusión constituyente no fue gatillada por las protestas de 2019. Si miramos el movimiento social de 2011, el movimiento Marca tu Voto (posteriormente Marca AC) de 2013 o la movilización de más de 200 mil personas durante los Encuentros Locales Autoconvocados (ELAs) en el gobierno de Bachelet, lo que podemos observar es una ciudadanía y movimientos sociales que llevan buena parte de la última década empujando por un texto nuevo.
Pero tampoco esto es sólo un triunfo de la calle. El movimiento por una nueva Constitución no estuvo sólo basado en los movimientos sociales, sino que tuvo una expresión concreta en las élites políticas del país. El mismo movimiento Marca AC contó con la participación de una serie de figuras de la élite académica, política y cultural quienes promovieron esta estrategia de visibilidad política en la elección del 2013. Desde el centro político, Cristóbal Bellolio escribió en 2016 –en medio del gobierno de Bachelet– un libro proponiendo una justificación liberal a una Asamblea Constituyente. Y desde el gobierno, Bachelet avanzó en contenidos constitucionales más que ningún otro gobierno al abrir la puerta a una discusión sincera sobre el país y la sociedad que queremos construir.
Pero el problema es que estos dos movimientos que corrían en paralelo, y a veces en conjunto, se encontraron con una piedra de tope dentro de las élites políticas. Fue el mismo gobierno de Bachelet que impulsó los ELAs y movilizó a cientos de miles de personas el que puso todo ese contenido en un cajón y sólo lo volvió a abrir a días del fin de su mandato, cuando era obvio que nadie iba a hacer nada al respecto. Fue el ex ministro del Interior Andrés Chadwick, cuando aún no asumía como tal, quién anunció a los empresarios que no iban a cambiar la Constitución en el nuevo gobierno. Por mientras, y de forma consistente por los últimos 7 años, una mayoría abrumadora de chilenas y chilenos estaban de acuerdo con tener una nueva Constitución.
El acuerdo del 15 de noviembre no fue una reacción improvisada a las protestas, sino que el punto en el que se encontraron dos procesos sociales que se miraban con algo de recelo: el crecimiento de la rabia ante la creación de dos países paralelos; y la búsqueda de una nueva Constitución. A pesar de ese encuentro, parte de ese recelo sigue existiendo y se ha expresado en el resurgimiento de las protestas y la violencia en los últimos días. Y ese recelo es entendible. Desde los movimientos sociales hay una sospecha sobre el verdadero alcance del proceso, mientras que desde algunas élites existe una negativa a perder el control de este.
Es por eso que el plebiscito no es el punto de inflexión que muchos esperan, sino más bien el inicio de un proceso en que la diversidad que ha explotado en Chile en los últimos años se va a ver expuesta. Lo que viene hacia delante es incierto, pero necesario. Traerá incertidumbre, pero también puede abrir la puerta a la estabilidad que nos hace falta. El juego parte, no termina, este 25 de octubre en el que, espero, una mayoría importante nos levantemos a votar por una nueva Constitución escrita en democracia, en paz, y con una convención completamente electa.