Este post fue publicado originalmente en La Tercera
El anuncio del gobierno de un Congreso Constitucional fue recibido con escepticismo en la oposición. Y en eso tiene mucho que ver el hecho que la misma opinión pública rechaza la opción que la discusión constitucional se radique en el Congreso. Luego de un par de días, queda claro que el gobierno no logró convocar suficientes apoyos. La Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, en respuesta, decidió aprobar la realización de un “plebiscito de entrada” que le pregunte a la gente sobre si desean cambiar la Constitución y bajo qué mecanismo.
Si bien el mecanismo puede ser bien intencionado y lograr aplacar rápidamente las ansias de participación, también puede caer en una serie de errores que lo conviertan en un fracaso.
El primer riesgo es sobre la vaguedad del contenido del plebiscito. Como aprendimos con el Brexit, es temerario cuando a la gente se le ofrecen alternativas que no tienen asegurada su aplicabilidad posterior. En un mundo ideal, debiéramos pedirle a los votantes que decidan no sólo sobre lo que se debe hacer, sino el cómo. Y ese cómo debe estar completamente delimitado, sin espacios a interpretación. Si eso no ocurre, la decisión vuelve al Congreso donde la negociación política puede trabar la implementación del plebiscito. No es necesario ser pitoniso para anticipar las consecuencias sociales que eso puede tener.
El segundo riesgo consiste en la limitada legislación de campañas electorales con que cuenta el país. En el manual sobre campañas preparado por el Servel para las elecciones del 2017, la única mención que existe a redes sociales se refiere a que los candidatos o candidatas deben declarar sus gastos en estas plataformas. La ley general de escrutinios es aún más vaga. El país no está preparado para los nuevos mecanismos de campañas, donde abundan las informaciones falsas, las campañas del terror y la hipersegmentación de los mensajes gracias a la tecnología. No hay atribuciones para controlar el contenido ni las estrategias. Ya lo vivimos con el “Chilezuela” y el pronóstico no es simple. En medio de un plebiscito, las posiciones se polarizan y los incentivos para que terceros no ligados a las campañas oficiales decidan invertir dinero en transmitir información falsa, aumentan. Si se quiere llevar al país a las urnas en algo tan importante, necesitamos una legislación acorde.
El tercer riesgo está relacionado a la idea de preguntarle a la gente sobre distintas opciones para modificar la constitución. Suena bien que sea la ciudadanía la que se exprese si es que quiere una asamblea constituyente, que lo haga el actual Congreso o alguna solución intermedia. Pero como aprendimos con el teorema de la imposibilidad de Arrow, no existe una forma óptima de agrupar preferencias cuando existen 3 o más opciones. Siempre habrán perdedores y siempre está la opción que la opción menos rechazada (en vez de la más querida) termine dominando. Es por ello que es importante que haya una discusión abierta sobre el sistema de votación, en el que la ciudadanía pueda comprender los costos de elegir entre tantas opciones.
Por último, más que un riesgo, quiero plantear una duda. Se habla que se necesita un plebiscito de entrada para legitimar una decisión (si cambiar la constitución o no) y un mecanismo (de qué forma se modifica). Yo me pregunto, ¿legitimar ante quién? Las encuestas muestran consistentemente que la ciudadanía ya está arriba del carro de una nueva constitución, mientras que también muestran preferencias claras sobre distintos mecanismos. Entonces queda la duda de a quién queremos convencer con un plebiscito. Volviendo al Brexit, una de las principales razones por las que David Cameron convocó al referéndum fue para resolver el dilema interno de las élites de su partido sobre la UE. No vaya a ser que repitamos la historia llamando a un plebiscito para resolver dilemas de la élite que la gente ya tiene resueltos.