Columna publicada en La Tercera
Ser oposición es siempre un ejercicio complejo. No me refiero a la oposición en medio de gobiernos autoritarios, donde eso se paga con la libertad o la vida. Hablo de ser oposición en estados democráticos, donde el rol de los partidos que no tienen el poder es mucho más que oponerse al gobierno. Ser oposición es un balance entre buscar el poder a través de atraer votantes y fiscalizar al gobierno de turno. Y esto se vuelve aún más difícil en medio de una crisis.
Hay algunos que miran de forma romántica el gobierno de unidad de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial, y lo plantean como una jugada maestra del histórico primer ministro británico. Pero olvidan que ese gobierno fue forzado, justamente, por la oposición que hizo el partido laborista de Clement Atlee al fracaso del entonces primer ministro, Neville Chamberlain. Churchill asumió como figura de consenso, con Atlee como segundo a bordo. Pero una vez terminada la guerra, el laborismo rompió la coalición y terminó ganando las elecciones siguientes. El gobierno de unidad estuvo lejos de ser sólo un acto magnánimo de Churchill, sino que también fue el resultado de una oposición crítica que buscó modificar el curso de la estrategia británica en la guerra. Y tenían razón.
Aunque no estamos en una guerra (por más que a algunos les genere placer el uso de metáforas bélicas), el mensaje sobre la historia del gobierno de Churchill es clave: una buena democracia necesita de una buena oposición. Y esto no se refiere a una oposición obsecuente que “deje al gobierno tranquilo”, sino que una que entiende que su rol fiscalizador es esencial en procesos democráticos.
Así, como hemos visto en otras partes del mundo, la oposición debe ser capaz de avanzar en su búsqueda legítima de poder, mientras al mismo tiempo fiscaliza y colabora. Una oposición democrática no es un buzón que aprueba sin más los proyectos del gobierno, sino una que los mejora y plantea sus dudas. Una oposición democrática cuestiona las cifras oficiales y fuerza a sus gobiernos a replantear las políticas que no tienen suficiente sustento. Una oposición democrática, al final de cuentas, comprende que exigir la rendición de cuentas del gobierno no es estorbar, sino que ayudarlos a cumplir su labor de mejor forma.
Es usual que en estos tiempos los gobiernos quieran que los dejen tranquilo, que les tengan confianza en que están haciendo su mejor esfuerzo. Y si bien lo último puede ser cierto, nadie está ajeno a errores. Uno deja a sus hijos que se equivoquen para que aprendan de sus errores, pero la oposición no puede hacer lo mismo en medio la crisis sanitaria global más grande que hemos tenido en el último tiempo. No sería responsable y no sería democrático.
Ahora, la dificultad de todo es proceso es encontrar, en términos de opinión pública, ese punto medio entre ser proactivos y ser odiosos. La tentación de forzar al gobierno a fracasar es alta, pero a diferencia de otros tiempos, tiene como consecuencia directa la muerte de más personas a cuenta del virus o sus consecuencias. Pero eso no puede volverlos inmóviles y asustados de hacer las preguntas difíciles, rechazar las malas ideas y proponer cambios a las mejorables. En términos de opinión pública se trata promover la distinción entre el éxito del gobierno y el control de la pandemia. Así como Churchill lideró un gobierno que estuvo en el bando de los vencedores de la guerra, también fue rápidamente derrotado por una oposición que supo diferenciar lo que era mejor para el país con lo que es mejor para el gobierno. Ahí está el desafío.