Publicado originalmente en La Tercera
Cuando hablamos de populismo, es usual caer en usarlo como una categoría de insulto o, en muchos casos, como una forma de declarar una manera de hacer política que no nos acomoda. Así, líderes populistas como Pamela Jiles recogen la etiqueta con orgullo, pues entienden en ella un rechazo por parte de las élites que dicen despreciar (a pesar de ser parte de ella). Sin embargo, esos análisis se quedan cortos. No se preguntan qué hace que haya votantes que prefieran opciones populistas; los asume dóciles, embobados por discursos facilistas, en vez de sujetos activos y con claras preferencias políticas.
El populismo ha sido un espacio de disputa en la academia. Gracias a algunos malentendidos entre economistas se suele igualar a la demagogia o a las iniciativas fiscales contrarias a la ortodoxia. Y si bien es común ver a populistas prometiendo lo imposible, la verdad es que ese comportamiento no les es exclusivo. En cambio, una de las definiciones más aceptadas es la propuesta por Cas Mudde y Cristóbal Rovira. En ella, se define populismo como una ideología delgada, que divide a la sociedad de forma antagónica en dos campos homogéneos: una élite corrupta y un pueblo puro. Para el populismo, la política debe ser la expresión de la voluntad general de ese mismo pueblo. Pero por lo mismo, las explicaciones que se enfocan sólo en quienes proponen el populismo –es decir, su oferta– quedan cojas. Es importante entender a quienes prefieren, o demandan, este tipo de posturas ideológicas.
La investigación académica ha mostrado cierta relación entre preferencias por partidos populistas y menores niveles educativos, aunque esa relación varía en cada país. Sin embargo, ha sido consistente en mostrar que quienes votan por populistas son personas interesadas en la política, que tienen niveles de información similares a quienes prefieren opciones no populistas y, aún más importante, tienen una alta valoración por la democracia. Sin embargo, también muestran una frustración profunda con cómo funciona la democracia y el rol de sus representantes. En el fondo, se trata en muchos casos de personas que quieren y buscan tener injerencia en los temas públicos, pero que se encuentran con que están dominados por grupos cerrados –o élites– que tienen poca intención de soltar el poder.
El caso chileno no es particularmente distinto al resto del mundo. Desde el retorno a la democracia, la administración del poder ha privilegiado los índices macroeconómicos por sobre la distribución de éste. Con ello, bajo los parámetros de la democracia representativa, se impulsó una forma de gobierno basada en la tecnocracia, donde el rol formal de la ciudadanía estaba limitado a lo que ocurría alrededor de los ciclos electorales. Eso, sumado a un diseño institucional que removió a los partidos políticos del tejido social, crearon los componentes ideales para el surgimiento de una ideología que promueve una democracia de mayorías (a costo de arrasar con las minorías) y arrebatarles el poder a las élites. Parafraseando a Mudde, el populismo sería una respuesta democrática antiliberal a un liberalismo que ha sido antidemocrático.
Entonces, quienes miran con agrado, o incluso esperanza, a los líderes populistas, no son simplemente personas encandiladas por la farándula o las luces. Si están dispuestos a seguir a un político que hace política desde el barro, humillando a sus contrincantes, es precisamente porque sienten que esa ha sido la forma en que han sido tratados por quienes gobiernan. La respuesta correcta al populismo no es la humillación ni el desdén, es la democracia y la renuncia al poder.