Publicado originalmente en La Tercera
Uno de los principales debates que se está dando en el ámbito universitario occidental es sobre la supuesta cultura de la cancelación y el rol de la corrección política. En mi opinión, el debate más trascendental que se debiera dar es sobre los privilegios de quienes pertenecemos a la academia. El hecho que nos concentremos en la pérdida de estos y no en su existencia, es una muestra más de que estamos lejos de la pesadilla censuradora que algunos plantean.
Hace unos 15 años, cuando partí estudiando en la universidad, era común escuchar a profesores referirse a mis compañeras como “futuras amas de casa” o que “venían a buscar marido”. Algunos ridiculizaban a otros por su vestimenta (“señorita, vaya a vestirse y vuelve a dar la prueba”), su orientación sexual o identidad de género. Muchas de estas conductas contaban con nuestro silencio cómplice, en parte porque compartíamos el morbo de reírse del otro y en parte por el miedo reverencial al académico. La universidad -esa entelequia en que supuestamente confrontamos ideas en igualdad de condiciones- era más bien un espacio para aquellos privilegiados que podían considerarse como “iguales”.
Hoy en día nos enfrentamos a otro dilema. Con las políticas de expansión de la matrícula, muchas universidades dejaron de ser el refugio de una élite y le abrieron las puertas a personas que no accedían generalmente a esos espacios. En mi experiencia profesional, quienes son la primera generación en sus familias en la universidad, tienen una desventaja al desconocer los códigos, los mecanismos y las prácticas que constituyen una vida universitaria “exitosa”. Pero, asimismo, esas generaciones tienen menos tolerancia a las estructuras de privilegios que se sustentan en la universidad. Eso nos ha obligado, a quienes trabajamos en la academia, a cuestionar nuestra propia posición en la estructura y qué hacemos para mantenerla.
Les pongo un ejemplo personal. Por años he enseñado estadística basado en el trabajo de académicos como Francis Galton o Ronald Fisher. Pero por una buena parte de ese tiempo, era absolutamente inconsciente de cómo ellos habían construido sus técnicas principalmente sobre la base del estudio de la eugenesia y el “mejoramiento de la raza”. Hoy, la misma universidad en la que hicieron clases ambos, University College London, retiró sus nombres de salas y edificios a partir de movimientos de estudiantes que pidieron revisar la historia de la universidad. No quiere decir que sus postulados estadísticos sean incorrectos o inútiles, pero sí que parte importante del ejercicio académico consiste en cuestionar los supuestos sobre los que se forma nuestro conocimiento. Una cosa es usar el conocimiento que generaron, otra es hacer vista gorda de cómo ellos lo ocuparon para implementar prácticas eugenésicas.
Es cierto que estas situaciones se prestan para abusos, en los que estas herramientas de cuestionamiento a privilegios pueden ser usadas (y abusadas) para acallar a ciertas voces incómodas para los discursos más aceptados. También es cierto que esa amenaza es hoy más latente para aquellos académicos/as de corte conservador. Pero me atrevería a pensar que por cada uno de los casos en que algún académico se siente cuestionado por sus dichos (incluso de forma injusta) se esconden cientos de casos de estudiantes y académicas (la mayoría son mujeres) que han tenido que aguantar de forma silenciosa cómo la universidad privilegia a otros, menos a ellas.
La universidad no es una estructura perfecta ni tampoco un reflejo de la sociedad. Por años se ha alzado como un espacio donde se da un debate de ideas sin límites ni apasionamientos, donde existe una conversación entre iguales. Pero si algo nos han mostrado los últimos años, es que esa fantasía de universidad sólo funciona en medio de una élite donde los privilegios se cuestionan poco o nada. De una forma simplificada, el espacio universitario actual es uno que está en tensión entre quienes acusan de censura y quienes acusan de abuso. Entre quienes sostienen privilegios y quienes quieren terminar con ellos. Creo que quienes habitamos espacios académicos tenemos que alegar menos censura y cuestionarnos más sobre nuestros privilegios y cómo estos han silenciado a otros por años. El proceso en el que resolvamos esta tensión va a ser complicado y largo, pero peor sería ignorarlo.