Esta columna fue escrita en conjunto con Jorge Fábrega y Sammy Drobny y fue publicada en La Tercera
El Tribunal Constitucional (TC) es un órgano político. Ésta es una afirmación que puede parecer controversial para algunos de sus ministros o incluso para abogados que litigan ante el TC, pero no lo es para la amplia literatura académica sobre cortes constitucionales. Estos tribunales son políticos por varias razones. Por ejemplo, porque sus decisiones se refieren a temas políticos, porque en muchas ocasiones el nombramiento de sus miembros obedece explícitamente a acuerdos políticos, o porque las decisiones del tribunal se ajustan a esos mismos criterios.
En un estudio que tenemos en preparación (y que aún no ha pasado por revisión de pares), analizamos las sentencias del TC chileno desde 1990 hasta el 2016 buscando evidencia empírica sobre si las diferencias en las votaciones de los ministros podían o no responder sistemáticamente a razones políticas. No sólo encontramos que lo hace, sino que proponemos que la reforma del 2005 tuvo un rol clave en convertirlo en un órgano mucho más permeable a las disputas políticas a nivel nacional, en particular a la polarización ideológica.
El 2005 se realizó la mayor reforma al funcionamiento del tribunal, en el cual además de otorgarle la potestad de revisar los recursos de inaplicabilidad, se modificó el sistema de nombramiento de los ministros. A partir de ese año se aumentó el número de 7 a 10 miembros y se le entregaron 3 cupos al Ejecutivo y 4 al Congreso (2 al Senado y 2 al Congreso pleno). Con esto se incrementó el porcentaje de ministros elegidos por órganos netamente políticos de 29% a 70%. Se estableció una regla de 2/3 en las nominaciones hechas por el Congreso, con la expectativa de que ello los obligara a consensuar la elección de personas políticamente moderadas en el cargo. Sin embargo, la tradicional norma del empate político chileno que existía en Chile a esa fecha terminó generando un sistema en que derechas e izquierdas acordaron apoyarse mutuamente en la selección de miembros del TC. De este modo, no es que consensuaran cada nombre de cada nuevo miembro, sino que adquirían derechos preferentes para nominar alternadamente a los miembros del tribunal. Con eso, en vez de privilegiar la independencia judicial, se incorporó la lealtad y afinidad política en el proceso.
Pero no sólo se trata de que el nuevo mecanismo haya permitido el nombramiento de ministros con posiciones políticas claras, sino que además el TC comenzó un proceso de acoplamiento ideológico con el resto del sistema político. Como lo demuestran otros estudios académicos, tanto la población como la élite en Chile han tenido un creciente proceso de polarización ideológica, vaciando al centro político. Ese mismo proceso ha ido ocurriendo entre los ministros y ministras del TC que son nombrados por actores políticos (a diferencia de quienes son nombrados por la Corte Suprema): a través de los años se han ido polarizando de forma alineada con los sectores que los nombraron. Este proceso es consistente incluso después de considerar la carrera y circunstancias personales de los ministros y ministras.
Nuestra evidencia no sólo permite decir que el TC es político, sino que además muestra que su proceso de toma de decisiones no es ajeno a las contingencias políticas externas. Éste no es un fenómeno nuevo en el mundo. En países como EE.UU., el nombramiento de jueces a la Corte Suprema es considerado como un verdadero botín político, y lo mismo ocurre en otros países que cuentan con estas cortes. Pero el problema en Chile es que esto alimenta una brecha entre la expectativa de un tribunal netamente judicial y la realidad de un órgano que toma decisiones incorporando variables políticas. Entre otras cosas, esta brecha se refleja de forma clara en la reciente crisis del TC, donde sus miembros están enfrentados entre quienes ven esta realidad y quienes prefieren negarla.
A la luz de los debates constitucionales que vienen, esperamos que esta evidencia sirva para mostrar que no siempre las reformas institucionales tienen los efectos esperados. El año 2005 era difícil encontrar voces críticas a la reforma al TC, incluso no hubo quienes –al menos en el debate académico o público– advirtieran sobre la posible polarización de sus miembros. Hoy, a 15 años de su entrada en vigor, es claro que el Tribunal ya no es el órgano judicial técnico que se describe en libros de texto de derecho, sino que una institución política que debe ser analizada desde esa óptica. Y, por lo mismo, susceptible a los mismos incentivos que otros actores políticos, así como a su evaluación por parte de la opinión pública.